lunes, 2 de abril de 2012

Silvia

El olor de aquel momento la despertó.
Un día más de aquel julio. Silvia se levanta de su lecho y con pasos muertos se dirige al espejo para cepillar su cabello. Es hermosa y ella lo sabía; su pelo se asimilaba al color del chocolate, puede que incluso un poco más oscuro, su tez era muy pálida con una nariz pequeña y unos ojos verde azulado, esos ojos que tanto le recordaban a la naturaleza. Por último, sus labios suponían lo que muchos deseaban probar sin embargo, por algún motivo nadie los había tocado jamás...
Se viste con su habitual vestido de seda blanca con transparencias por la zona de la espalda y un escote en forma de corazón.
Silbaba mientras caminaba por esos espesos y maravillosos bosques. Silvia amaba la soledad, aunque ella no lo llamaría soledad porque de vez en cuando escuchaba sonidos que se repetían hasta sumirse en el silencio.
Fue entonces, mientras olía una blanca margarita, cuando lo oyó. Sus ojos se abrieron de golpe y su respiración se aceleró. Y, como si sus pies fuesen liebres, comenzó a correr tras eso que ella vio, oyó y sintió.
Era el amor que tanto esperaba, ese que tan bello era; su cabello constituía el color de las montañas, con una nariz tan recta como el tronco de un árbol, su cuerpo era casi tan fuerte como una roca y sus ojos, oh esos dichosos ojos que parecían dos caramelos de miel...
Corre. ¡Corre más! Alcánzalo... ¡Ya casi lo puedes ver! ¡No te pares, no pierdas la esperanza!
"¡Pies, no me falléis ahora porque mi amado me está buscando! ¡Ojos, no hagáis que mi vista falle porque os necesito para poder verle! ¡Y nariz, sigue funcionando así porque su aroma es tan dulce como el rocío de las mañanas...!"
Su corazón, ese corazón que jamás había latido con tanta fuerza, ahora parecía un colibrí al batir sus alas...
¡Ya casi lo ve! ¡Vamos, queda poco! Y con la respiración agitada y con una sonrisa pintada en sus jóvenes labios se paró. Miró a su alrededor y nada halló, solo se veía el agua de esa paradisíaca playa y la puesta de Sol.
Supo que se había enamorado del reflejo de la puesta de sol en el mar.
Se sintió más sola que nunca, y se marchó. Esa noche lloró y probó el sabor de sus lágrimas por vez primera.
A la mañana siguiente realizó la misma rutina y, por la tarde, se encaminó hacia aquel lugar.
El sol estaba casi despidiéndose y ella, sin saber cómo, le sonrió.
Se despojó de su vestido de seda quedándose desnuda, mostraba un color tan blanco y apacible como el de la Luna.
Tocó el agua con sus pies, era cálida, su piel se erizaba con el contacto del agua. Soltó su hermosa cabellera que estaba sujeta por una coleta, la espesa melena calló hasta tapar sus pequeños pechos.
Sintió tal placer por el mar que casi lloró de felicidad y el Sol la acompañaba para que su calidez no se marchitara.
Entonces oyó de nuevo a su amado, pero nada vio. Y, como si de un acto reflejo se tratase, Silvia repitió esas palabras hasta que se disolviese aquel tranquilo sonido, cada vez más lento.
Desde aquella tarde, supo que su razón de existir era el eco de las personas. Gracias a ellas no estamos solos, porque ella ha de encontrarse en soledad para nosotros no estarlo.
Pero ella no está sola. Porque el Sol todos los días la acompañaba y el mar siempre la refrescaba, el atardecer suponía el único momento del día donde se sentía querida, y le encantaba.
Nunca pudo estar de veras con su amado... Pero el Sol siempre ocuparía ese lugar y, por las noches, ella estaba allí arriba con él.
La Luna era el reflejo de Silvia para que esta desprendiese destellos con el fin de enseñar al mundo la belleza de la noche...
De día sola, de noche... Con su amado en el cielo.

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